Entrevista exclusiva con del destacado periodista Mario Aguilera Salazar y su paso por distintos campos -clandestinos- de prisión política.
En esta entrevista el periodista realiza un recorrido de su vida, desde el dia del golpe de estado del 11 de sepiembre de 1973 y su paso por distintos centros de tortura. Habla de su familia, del exilio y de los amigos, aquellos que hoy no están.
Entrevista a Mario Aguilera, periodista, ex militante del Partido Socialista. De regreso en Chile trabajó como periodista siendo uno de sus méritos el haber entrevistado a agentes de la DINA y a su torturador Basclay Zapata. El día del golpe de Estado colaboró en la industria Luchetti del cordón Vicuña Mackenna. Al día siguiente volvió al sector pero se quedó en la industria Tisol, la cual fue allanada y él resultó detenido junto a otros trabajadores. Fueron trasladados al Estadio Chile, lugar desde donde logró escapar luego de varias maniobras. Tras escapar de este presidio, Mario trabajó como correo dentro del Partido Socialista, junto a Luz Arce. A comienzos de 1974 fue trasladado a Estación Central para organizar el partido en esa zona. En agosto de ese año fue detenido en la calle, una vez que Luz Arce lo señaló en un “poroteo”. Fue trasladado a Londres 38, Cuatro Álamos y Tres Álamos, donde permaneció hasta julio de 1975.
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Caballito de mar
CABALLITO DE MAR – 1
Abrí los ojos y todo estaba muy oscuro, me había quedado dormido sin darme cuenta, pero rápidamente logré despertar y supe dónde estaba. Todo estaba más negro, tenía la vista vendada. No era sueño, era cansancio, demasiadas tensiones para un día cualquiera. Era lunes 12 de agosto de 1974 y me encontraba en una silla al fondo de una sala, con más gente, todos en las mismas condiciones, era el lugar conocido como Londres 38. Esa tarde cerca de las siete me había detenido la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Caminaba con un amigo por Avenida Grecia y aparecieron dos tipos. Dijeron que eran de Investigaciones, a mi amigo se lo llevaron a unos 50 metros. Se quedó conmigo quien más tarde supe era el agente de la DINA conocido como “El Troglo”, Basclay Zapata Reyes. Habían bajado de una camioneta de color rojo, la parte trasera la cubría un toldo verde oscuro. Pásame tu carnet, me ordena el tipo, lo busqué en mi bolsillo y se lo entregué, traté de hacerme el simpático y él, seco, me dice : A vos te andábamos buscando. Incrédulo y perplejo, casi de inmediato me di cuenta de lo que sucedía, avanzaba hacia mí Luz Arce Sandoval y a su lado el conocido “Guatón Romo”, Osvaldo Romo Mena. Ya sabía que Luz Arce estaba colaborando con la DINA; cojeaba, tenía una bala en la pierna y me dijo: perdona flaquito, lo tenía que hacer. A mi amigo le tomaron los datos y lo dejaron ir, me subieron a la camioneta con uno de los agentes, me puso una cinta adhesiva en los ojos y encima los lentes ópticos. El vehículo salió en dirección al oriente por Avenida Grecia.
Por el tiempo y el lugar donde nos detuvimos creo que fuimos a la casa de Romo en Peñalolén. Unos 15 minutos más tarde comenzamos a bajar por Grecia al poniente. Con el ánimo de romper el hielo le pregunto al agente que me custodiaba : ¿Vamos a Londres? Y eso desató la furia del tipo, un golpe en el rostro que me botó los lentes y quebró uno de los vidrios. ¡¡Qué sabís vos de Londres, weón!!, me gritaba el tipo fuera de sí.
Días después entendí su enojo, yo sabía la existencia de Londres 38 y mucha más gente también. Allí llegaban familiares a preguntar por sus familiares detenidos sin conocer su paradero. Me vaciaron los bolsillos y me hicieron entregar mi correa. Al entrar al local de Londres me hicieron bajar de la camioneta frente al portón y a través del scotch logré ver un cartel luminoso que decía Plásticos Londres. No había duda, ya sabía dónde estaba. Allí comenzó a llegar el miedo, me entraba por la boca, por las orejas, lo sentía en el estómago. Era el primer paso, ya sabía que lo pasaría muy mal, me dijeron que me olvidara de mi nombre: Desde ahora serás el 45, ése es tu número, eres el 45. Me sacan el scotch y me ponen una venda negra, alguien me toma del brazo y me sube al segundo piso, nada brusco, casi con cuidado, me entran en una sala y me ordenan desvestirme. Comienzo a hacerlo y uno de los agentes apuraba la tarea. Una vez desnudo me dicen que me acueste sobre las huinchas de un somier, la vulgar parrilla. No quería pensar en lo que se venía aunque lo adivinaba, llegan otros dos agentes y comienzan un diálogo estremecedor, el miedo se transforma en angustia. Ahora lo vamos a saber todo, este cabrito tiene que cantar, decían, y me amarran las manos y los pies a la parrilla.
Ya, weón , ¿quién es tu jefe? No alcancé a responder y me tenían un trapo en la boca , mientras tanto, uno de ellos daba vueltas la manivela del magneto y sentía la corriente en los genitales. Ya, cabrito, tenís que colaborar o lo vai a pasar mal, decía otro. El dolor no era tan grande pero era desesperante. Luego cambiaron las pinzas y me las pusieron en las sienes, afirmadas por la venda, y seguían preguntando incongruencias: Ya, pos, ¿dónde están las armas? ¿Quiénes eran tus contactos? No me dejaban responder y venía otra carga de electricidad. Gritaba, pero era enmudecido por el pedazo de toalla que me ponían en la boca, ésa era la textura del género que podía morder. No sé cuánto duró, pero era una suerte de ablandamiento. Me parecieron horas, pero no podía ser tanto. Me pusieron corriente, no me pegaron, no me dejaron responder, me dejaron vestir y me bajaron al primer piso. Entré por una puerta, había un pasillo entre las sillas y allí había muchas personas, hombres y mujeres, todos vendados, me dieron un lugar en la última fila. Apenas me senté quienes estaban a mi lado me preguntaban cómo me sentía, si estaba bien y me apretaban la mano, ese gesto era un cariño enorme , me estaban dando ánimo, al fin gente buena entre tanta maldad, y yo devolví el apretón de manos. No supe cómo me quedé un rato dormido esa noche. Luego, una vez despierto, comenzarían las pesadillas.
CABALLITO DE MAR – 2
La noche era lo peor, en medio del silencio se escuchaba mucho más de lo que uno quería saber. La tortura a otros era peor que lo que uno podía soportar. Mientras estás en la parrilla o te están golpeando tú sabes lo que te hacen; cuando los gritos ahogados por los llantos de una mujer llegan a tus oídos te imaginas lo peor. Cuando te lo hacen a ti logras morder la rabia y el dolor, pero al escuchar a los demás tu indignación sólo te permite llorar en silencio. La valentía para enfrentar a los monstruos capaces de hacer eso sólo se ve en las películas. Vendados, asustados y vejados en esas condiciones, nadie quiere ser héroe.
Esa misma noche te permite pensar demasiado, y te haces miles de preguntas: qué será de mi señora, de mi hijo, mi mamá, en que estarán mis hermanos, que no me busquen, que no se arriesguen, con uno basta. En la mente pasa el diaporama de tu vida, en pocos segundos, los ves a todos, escenas de cuando pequeño, momentos de felicidad y te acuerdas de aquellos que ya no están. Te comienzas a preparar para lo peor y te contentas con lo que has vivido, lo que has hecho y lo que dejaste sin cumplir.
Llega la mañana y sigues allí sentado, un poco de luz y el frío matinal te hacen entender que comienza una nueva jornada y sigues vivo, las pesadillas serán para la noche siguiente. Con la venda en los ojos uno puede ver los zapatos del vecino y el suelo, si uno mira al cielo logras ver la ventana en frente tuyo y los guardias que te están vigilando. Con más ruido ambiente uno logra cuchichear con los vecinos de asiento. ¿Cómo te llamas? Alejandro, Alejandro Parada. Nos conocemos, le digo, yo soy Mario, estudias veterinaria y eres de la Brigada Universitaria. Claro, me susurra, a mi lado está Joel Hualquiñir, me dice, “El Huaico”, también lo debes conocer. Claro que lo conozco.
Y así, poco a poco te vas haciendo de susurros de confianza, de gente que conociste antes, allí hay que desconfiar de todos, aquí vale el dicho ojos que no ven corazón que no siente, y las traiciones pueden aparecer en cualquier momento. Uno no sabe cuánto pueden soportar los compañeros en la parrilla o ante los golpes. Pasan lista, uno a uno va diciendo los números y algunos no obtienen respuesta, por las voces sabemos que hay mujeres allí. Llegan al 80, pero no somos tantos, muchos no están presentes, están arriba, en el segundo piso, o los sacaron a algún otro lugar.
No pasó mucho rato y gritan: cuarenta y cinco, levántate, cabrito, y ven p’acá. Otra vez el miedo te recorre entero, otra vez una mano te aprieta un brazo, antes habían llamado a otros, algunos volvían y otros demoraban más. Fuerza, te susurraba alguien de las primeras filas y con ese ánimo enfrentabas la nueva sesión de dolor. Otra vez la corriente, ahora con golpes, el bueno que te dice: colabora, cabrito, estos weones son muy malos, y el malo que te pega un golpe en algún lugar del cuerpo en el que tú no lo esperas. Con los ojos vendados es difícil saber dónde te va a llegar el combo, apenas adivinas que vendrá por el tono de voz del torturador.
Te vistes nuevamente y eres más débil, apenas te mueves, el cuerpo pesa, pero te haces el valiente tratas de volver a la sala grande sin demostrar que lo pasaste mal, no es tema, todos pasan por lo mismo, no se cuenta, no se comenta lo que te hacen, así te aíslas del dolor y no repartes tu miedo a los demás. En una fila más adelante hay un detenido esposado, el único esposado. Mi sargento, le dicen los guardias cuando se dirigen a él. Más tarde supe que era Newton Morales, había sido sargento de la Armada y en ese momento dirigente sindical, por eso estaba esposado, lo consideraban peligroso, tenía preparación militar. Ya, “Sonrisal”, me dijo uno de los guardias, dale un poco de agua a mi sargento. Me pasó un vaso, lo llenó de agua y yo, vendado, traté de llegar a su boca y logró beber. Gracias, chiquillo, me dijo. Yo era flaco y tenía 22 años. Newton Morales, el sargento, hoy forma parte de la larga lista de detenidos-desaparecidos, no puedo decir que lo vi, pero en Londres 38 estuve con él y escuché su voz.
No había comida, no había camas, en algunas ocasiones nos permitieron dormir en el suelo, a veces ofrecían agua. Ir al baño era lo peor, no había papel, uno se limpiaba con la mano y luego se lavaba las manos, allí aprovechaba de tomar agua. Para los hombres era casi un detalle, había que bajar un par de escalones y el baño no tenía puerta, para las compañeras era un nuevo flagelo, los guardias y los torturadores eran los únicos que podían ver. Y así pasaban las horas que marcaban las campanadas de la Iglesia San Francisco, esas campanadas que acompañaban el pasar de tantos chilenos en plena Alameda que desconocían lo que pasaba a unos cuantos metros. Pero nada de eso era en vano, estábamos escribiendo parte de esta historia, de una triste historia.
Texto completo https://caballitodemarchile.wordpress.com/
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